Me siento en el bordillo
y me quedo sola,
después sale el niño rubio
y el llavero hipopótamo
lleno de chocolate.
En los cinco pisos de la casa
me quedo sola,
y me acuerdo de mi abuelo
y me sabe a muerto el paladar.
La señora gorda habla gritando,
yo no la escucho,
me saca de una canción triste donde estaba
para preguntarme si le puedo rebajar el jarrón.
Podría haberle arrancado los dedos de la mano
con las planchas viejas,
pero me ofrecen un cigarrillo
y fumo hasta quedarme sin aire.
Mientras me ahogo,
los cinco pisos de la casa
se rien de mí, me bailan un rato,
y cuelgo el cartel de cerrado.
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Mostrando entradas de septiembre, 2004
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Mangas cortas de un invierno
casi ya,
ruedan camas o ruedo yo.
Ganas de verle tocar,
cuenta atrás para el atrevimiento
por encima de su boca saturada
y de mi consiguiente arrepentimiento.
Su culpa o la mía,
la ganas de volverme misógina
el pollo frío y mi dúplex nuevo de alquiler.
Más asustada y más salamandra
debe ser septiembre con sus burlas,
ojalá desaparecer fuera más fácil.
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Ojeras,
de apretarte con los puños
para no ver mucho,
o del rastro azul
de lágrimas reventadas por dentro.
Dedos
que escriben canciones
y escriben espaldas,
que se arrugan como los rostros viejos
en mil bocas.
Te alejas borrando las huellas,
y silbando,
pero te olvidas los mostruos
en las camas que visitas.