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Mostrando entradas de enero, 2004
Voy a dejar mis aspiraciones a mosquetera, para no descubrirme ante los mismos insignes locos que acostumbran a batirse con el viento, y con el movimiento de sus brazos te lanzan al fango... o a las estrellas.
Colgaban de mis ojos dos cuerdas de guitarra. Bajé las escaleras agarrándome los pulsos. Y antes de verte en el bar ya había vuelto. En un despiste, casi se me olvida lo de la indiferencia. Qué pena que soy mentira, me hubiese encantado entrar.
Un amigo me decía que su quiosquero le repetía constantemente: -La vida hace esquina- Todo lo que entraba y salía de la vida del viejo, sucedía en aquella esquina. Pues bien, supongo que a unos les pilla más de costado que a otros, y que lo único que pretendes, al fin y al cabo, es que alguíen compre el coleccionable.
Silencio. Para disolver el trozo de áspera normalidad que se me ha quedado en la garganta. Silencio. Para no despertar los secretos dormidos, no sea que se les escape algo. Silencio. Para dejarme caer de la manecilla roja del despertador, que no me suelta. Silencio. Para callarte, por favor, silencio.
Ella le miró con los ojos cerrados. El príncipe gris arrojó los dados, gritó tan fuerte que se llevó con él las luces de las farolas: -Culpa y castigo- Los números aún bailan sobre la mesa, ni siquiera supo que cifra salió.
Se volvió hacia ella sin querer, le arañó despacio las promesas y le apretó fuerte la boca. Ella no vió la sal en el bolsillo del verano, y él se volvió gris tan gris como el invierno. Y con la paz elegida y los zapatos abrochados, los dos se quedaron mudos, ajenos y viejos.