Alicia abre la boca y cierra los ojos,
y él siempre tan grande.
Cuando pudo encaramarse a su ombligo ascendiendo por un pelo púbico,
como si de una pata de araña quebrada se tratase,
se dio cuenta al instante,
de que esos “cómeme”, susurrados al oído todas la mañanas a modo de desayuno,
eran de esos que mamá le había advertido
que sólo servían para menguar.


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