A la mitad de la media hora de su vida
se desgarraron todos los renglones
del atril, volaron como las primeras
cometas de cuando era niña de ciruela.
A la mitad de la media hora de su vida
se nos desencajaron las mandíbulas
y el aliento se detuvo firme ante sus manos,
las manos que marcaban el compás
tras los gordos ojos más tristes de la sala,
los ojos que desbocaban el tán-tán
de aquellos versos que aún retumban.
Aún lamemos el fondo de las copas,
basureros del recital del desconsuelo,
y apuramos la curva a las cucharas
atentos al descuido de las últimas palabras.

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