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Mostrando entradas de septiembre, 2004
Me siento en el bordillo y me quedo sola, después sale el niño rubio y el llavero hipopótamo lleno de chocolate. En los cinco pisos de la casa me quedo sola, y me acuerdo de mi abuelo y me sabe a muerto el paladar. La señora gorda habla gritando, yo no la escucho, me saca de una canción triste donde estaba para preguntarme si le puedo rebajar el jarrón. Podría haberle arrancado los dedos de la mano con las planchas viejas, pero me ofrecen un cigarrillo y fumo hasta quedarme sin aire. Mientras me ahogo, los cinco pisos de la casa se rien de mí, me bailan un rato, y cuelgo el cartel de cerrado.
Mangas cortas de un invierno casi ya, ruedan camas o ruedo yo. Ganas de verle tocar, cuenta atrás para el atrevimiento por encima de su boca saturada y de mi consiguiente arrepentimiento. Su culpa o la mía, la ganas de volverme misógina el pollo frío y mi dúplex nuevo de alquiler. Más asustada y más salamandra debe ser septiembre con sus burlas, ojalá desaparecer fuera más fácil.
Ojeras, de apretarte con los puños para no ver mucho, o del rastro azul de lágrimas reventadas por dentro. Dedos que escriben canciones y escriben espaldas, que se arrugan como los rostros viejos en mil bocas. Te alejas borrando las huellas, y silbando, pero te olvidas los mostruos en las camas que visitas.
Me cuesta dormir, otra vez, no se si me he quedado en un abril seco o en un mayo pasado por agua, no se si me he bebido mi calamidad o realmente me ha reventado por dentro. Complejo de salamandra, salamandra triste.